Qué desconsolador es asistir a la silenciosa chotificación
de las personas y sus cosas. En arremolinadas cavilaciones que me circundan,
como elocuentes advertencias, encuentro detalles a veces más evidentes y a
veces más sutiles de descenso irremediable. Y en donde más lo lamento es en la
escala moral de la sociedad argentina. Sin entrar en banderías políticas y
mucho menos doctrinarias. Simplemente observando con imparcialidad de mente y
total parcialidad de corazón. Todo es peor. Los que nos distingue, esas tres o
cuatro cosas, cayeron en picada. Transcurriendo el siglo pasado, la esencia de
la argentinidad incluía como pieza indisoluble, la certeza de que sin esfuerzo
nada se conseguía. Desde pibe, una buena nota en el colegio, ya más grandecito levantarse a una chica, después recibirse, juntar unos mangos y comprarse un
auto, viajar, en fin, tener una linda vida. Iba de suyo que había que romperse
el orto. Ese detalle, obraba como una matriz que indefectiblemente te sacaba
derecho, o al menos dotado de cierta noción del bien y el mal. De la misma
manera, la vara de la argentinidad no bajaba de un nivel superlativo de
prestancia, de calidad, casi de infalibilidad. Si vamos a la cultura, al tango,
en una misma ciudad existían la orquesta de Troilo, la de Pugliese, la de
D’Arienzo. Al deporte, en el Luna peleaba Lausse, el Mono Gatica, Nicolino o
Monzón. Para hacer reír estaban Pepe Biondi, José Marrone, Pepe Iglesias, el
Negro Olmedo. Escribían Borges, Cortázar, Bioy, Mujica Láinez y Sábato. En la
radio estaban Tony Carrizo, Cacho Fontana, el Negro Guerrero Marthineitz. Algo
feo nos pasó, algo que hizo que como sociedad nos conformemos con la más
abrumadora mediocridad, con una desoladora realidad que no exige mayor
lucimiento para entronizar ídolos de cuarta. Algo feo nos pasó y nos transformó
en un montón de gente desangelada que lejos de premiar el esfuerzo premia la
trampa y el atajo. Visto desde afuera, ese proceso parece no tener final. Cada
vez aparecen más indicios de una rauda marcha hacia la pérdida de
lo que nos hacía ser quienes éramos. Hoy hasta los pobres son peores. Han
perdido la ilusión de dejar de serlo. La famosa promoción social que nos destacó
en el continente se fue deshilachando al compás del conformismo, la vagancia
subsidiada y la falta de garra. Hoy nadie quiere dejar de ser pobre. Hoy, la
verdad, nadie quiere un carajo. ¿Existirá alguien que meta las mismas horas, la misma decisión y la
misma enjundia que metió René Favaloro para aprender a operar corazones? ¿o que
siga los dictados de su inspiración, sus convicciones artísticas y su talento
para crear una obra comparable a la de Astor Piazzolla? Claro que no. Si con
mucho menos sobra. Si nadie te lo exige. Si ya no hay “un país atrás” como
cuando corría Fangio o se palpitaba la definición del Nobel de literatura a ver
si por fin se lo daban a Borges. Se han arriado todas las banderas que izamos
en la escuela primaria. Se ha dejado sin efecto todo lo que aprendimos del
abuelo. Terminó un país tal como lo conocimos y lo soñamos. Vivimos el
triunfo de la berretez incurable.
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