lunes, 20 de abril de 2009

Argentough.

Nací en 1972. Padecí, junto a todos los argentinos, renuncias de presidentes, guerra, devaluaciones, atentados terroristas, golpes de estado, bombas a embajadas, saqueos a supermercados, delincuencia incurable, policía corrupta, desempleo y corralito. Se me hace difícil estar en un país no acostumbrado a las crisis sin poder fingir un perpetuo ataque de pánico. Creen que soy un irresponsable y un inconciente que no entiende la magnitud de esta enorme tragedia financiera global. Creen que soy un argentino canchero y agrandado que sobra la situación y que no manifiesta mucha preocupación por el actual estado de las cosas. Ya intenté explicarles que no es eso, sino una familiaridad con las crisis, que me impide calificar esta coyuntura como algo más grave que un simple desacople en el sistema crediticio. No tengo la culpa de tener curtido el lomo. Mucho menos, de no tener miedo. 

Me tienen las pelotas llenas. 

jueves, 9 de abril de 2009

Elevator.

Música de ascensor. Inocua y desapasionada. No tiene el efecto abrojo que ostentan otros géneros, que hace que cualquier persona o vivencia que transcurre al compás de una canción quede indefectiblemente adherida a ella por siempre, condenándonos a un chicloso, involuntario y perpetuo ejercicio evocatorio. No tiene letra, que es algo que siempre nos cae distinto según sea nuestra circunstancia. Música de ascensor se suele aplicar de manera despectiva, "este tipo es más aburrido, parece música de ascensor". ¿Acaso se aplica la misma regla músico-antropológica para otros estilos? No. Nadie dice "este tipo es un borracho cornudo y edípico, parece un tango", o "esta gorda pintarrajeada tiene problemas cardíacos y lleva una pistola en la cintura, parece un bolero", o "este negro es heroinómano y bisexual, parece un bebop" o "mirá este travesti con tatuajes de anclas y aliento a aguardiente de caña, parece un samba". 
Música de ascensor es un loop indefinido que no altera ni se entromete en ninguna acción circundante. Como un discreto barman que sirve tragos sin preguntar, un referee que deja jugar. O el mar, que hace siempre lo mismo y nunca aburre. 

jueves, 2 de abril de 2009

La leyenda del macho argento.

Marcia y otras amigas compatriotas reaccionaron airadas ante el post "La fábula de la mujer argentina", en un alarde de otra de sus características atávicas: la impaciencia. Queridas chicas, este post es para ustedes.

La leyenda del macho argentino, que tuvo su pináculo en los años 70, cuando Carlos Monzón y Guillermo Vilas conquistaron París y Mónaco respectivamente, ha concluido. Los hombres argentinos de hoy han logrado desligarse de su herencia hormonal y nacional. Jamás podrían putear como Federico Luppi, cantar como Julio Sosa o morir como Ringo. Nunca osarían tener dos casas como casi todos nuestros abuelos. No están calientes con una mina, les "pasan cosas". No hablan con el barman que les sirve whisky (si es que toman). Van al psicólogo a "resolver" temas. No embarazan a sus mujeres. Suelen proclamar a los cuatro vientos cuando esperan un hijo que "estamos embarazados", en un alarde de frustrada maternidad. Dan explicaciones por todo. Por la plata, por el olor de su ropa y por su paradero. No tienen relación con los juegos de azar, a no ser que sea porque es "divertido" jugar al Loto. No saben las letras de los tangos, su única relación con esta música depende de que sus mujeres decidan inscribirse en una escuela de baile. No son capaces de juzgar categóricamente nada. Una película insufrible es "interesante", una comida mala es "novedosa" y un imbécil es una persona "especial". Toman agua mineral en botellita chiquita sosteniendo la tapita con la otra mano. Desdeñan las fragancias históricamente varoniles en favor de frutales y ambiguos aquelarres olfativos. Jamás pagarían por sexo, mucho menos tendrían amantes porque no se quieren "confundir". Cultivan la amistad con la mujer, hacen yoga y duermen la siesta. 

Esto sucedió hace 30 años en una parrilla de Mar del Plata ya desaparecida llamada "Mustang". Yo tendría 7 años. Caminando por el estacionamiento con mi viejo hacia el restaurant, vi bajar del asiento del acompañante de un auto deportivo a una rubia infernal, y del asiento del conductor a un tipo feísimo y con la cara lastimada, vistiendo un traje gris clarito, con una camisa abierta casi hasta el ombligo. Recuerdo que saludó a mi papá, recuerdo que se reía fuerte, recuerdo que le dio una palmadita en el culo a la rubia, recuerdo que tenía un anillo dorado en el meñique y también que, cuando mi papá le dijo "este es mi hijo Juan", amagó tirarme un piñazo y me sacó la lengua. A mi corta edad, eso fue una avalancha de sexo, sangre, violencia y testosterona. Era Víctor Emilio Galíndez, campeón mundial de boxeo, que acababa de recuperar la corona ante Mike Rossman. Yo crecí con ejemplos como este, entiendo que eso es un "nene" y que las que se peinan mucho y se maquillan y lloran son las "nenas". Tal vez para los parámetros actuales mi pensamiento se asemeje al de un Neanderthal. Eso sí, varoncito. 

Muchachos, déjense de hinchar las pelotas. Devuélvanle la crema de párpados a su novia. Menos Clinique y más Cynar. Si no, no tenemos derecho al pataleo.