lunes, 7 de febrero de 2011

Carnaval de río.


El verano en Buenos Aires es terrible. Pone en evidencia la miseria colectiva que representa vivir lejos del mar. Peor aún, la de tener por horizonte acuático el Río de la Plata, ese sorete metido entre Uruguay y Argentina (si creen que exagero observen la imagen adjunta). El verano en Buenos Aires revienta asfaltos en siestas alucinógenas ambientadas por chicharras monocordes. Está hecho de longitudes. Meses largos y días largos. Los porteños jóvenes, esos aficionados al revisionismo cultural antojadizo del progresismo imperante, han rescatado en los últimos años la celebración del carnaval. Gran puesta en escena del no talento. En nombre de la liturgia ciudadana, se reúnen vecinos de los clásicos barrios de clase media de la capital (principales representantes de la bulimia cívica nacional), a bailotear sin ninguna gracia al insufrible batir de bombos y platillitos. Se agrupan bajo denominaciones que llevan nombres como “Los colosos de Boedo” o pelotudeces semejantes. Cantan cancioncitas picarescas interpretadas por alguno con ínfulas entre gardelianas y uruguayescas, reproduciendo un acento que resulta entre gracioso y patético. Son capitenados por algún gordo nostalgioso o alguna mujer de carácter (casi siempre dueños de algún comercio del barrio o maestros de la escuela estatal). En sus declaraciones televisivas reproducidas por los canales durante la magra programación estival, suelen hacer referencia al “rescate de lo nuestro”, a la “necesidad de transmitirle a los jóvenes nuestra herencia cultural”, a la “enorme solidaridad de los vecinos que colaboran con la organización” y a que “los gobiernos de turno y los grupos económicos nos quitaron muchas cosas pero jamás podrán quitarnos nuestra fiesta popular”.
En las noches de desfile, suelen cortarse calles sobre las cuales se improvisan puestitos de choripanes, alguna señora vende empanadas y corren las damajuanas y la birra de litro.

Río arriba, está la celebración del carnaval de Gualeguaychú. Variante del anteriormente descripto, pero despojado del halo canyengue y pseudo-futbolero. Sustituye los bombos y las chaquetas de lamé por las plumas y las carrozas. Por tratarse de un remedo barroso de su par carioca, en lugar de los nombres tangueros, se utilizan términos en portuñol para denominar a las comparsas. Y a cambio del gordo nostalgioso o la señora enérgica, sus capitanes son brasileros truchos como el Manosanta del Negro Olmedo.
El catering es similar al del porteño, con la variedad de chorizo “de campo” y algún pacú o similar bicho inmundo a la parrilla.
La temperatura ambiente no suele bajar de los 35 grados.

Eso sí. Cruzando el río está Uruguay donde esta fiesta siempre se mantuvo vigente. Por supuesto, sin el arrebato del fanatismo que es nuestra marca registrada. Con la tranqulidad y la mesura típica que impera por esos pagos. Donde sí hubo gran influecia Africana, donde existe el candombe. Y sobre todo, donde el río se convierte en mar.

viernes, 4 de febrero de 2011

Mística según yo.

Según el diccionario de la Real Academia Española, mística significa “parte de la teoría espiritual y contemplativa y del conocimiento y dirección de los espíritus.” Suelo defender a capa y espada al idioma español y a su metro patrón, el diccionario. Pero en este caso debo reconocer que han errado el tiro de medio a medio con una definición tan vacía de significado como enrevesada en su sintaxis.
En fin, la idea de este post no era despotricar contra el señor García de la Concha y sus académicos, sino referirme a ese impulso mágico e invisible que envuelve a determinadas personas, lugares o situaciones.
La mística es el alimento de los héroes. Intangible combustible de epopeyas y causas imposibles. Surge de la relación entre logros, lugares, fechas y gente. Su aura se impregna caprichosamente, más en algunos y menos en otros.
A veces resulta difícil distinguirla de una lamentable y sempiterna testarudez que indefectiblemente redunda en fracasos que se ven venir a la legua y después son tristemente justificados en nombre del coraje o el tesón. Otras veces se confunde con ese mesianismo de café que arrastra a una intransigencia tan dañina como improductiva tanto para las personas como para los países. La mística es de los ganadores, siempre y bajo cualquier circunstancia. Pero lleva en sí misma un valor constructivo, una raíz positiva y de progreso que hace que lo que venga después sea mejor por consecuencia lógica. Mística es la confianza en que determinados pensamientos y acciones trascenderán su tiempo y alcanzarán a tocar la vida de quienes nos sucedan. Pero no para hacerlos presos de un dogma, sino para hacerlos libres.

En la Real Academia de este blog, mística es el inquebrantable ejercicio de la decencia.