jueves, 12 de noviembre de 2015

Así le dije adiós al fóbal.

Entre los 16 y los 28 jugué casi todos los fines de semana al fútbol. Nunca la rompí, tampoco fui un desastre. Delantero livianito del montón o en su defecto volante por derecha. En el pan y queso jamás fui el primero pero tampoco recuerdo haber sido el ultimo. Ahí.
¿El punto más alto de mi carrera? un gol que le metí a Hebraica en la cancha de Excursionistas, jugando para Centro Galicia. En offside.

Al mudarme a Estados Unidos, viví una especie de reverdecer futbolero envalentonado por la nostalgia y, particularmente, por el deplorable nivel de la mayoría, que provocó el inevitable espejismo de que en realidad yo no era tan malo como creía. La chapa de argento, un par de gritos, alguna pisada sapiente, la eterna boquilla rioplatense, cosas que en los picados nuestros son moneda corriente, acá me catapultaron a la condición de caudillo y dueño de la pelota.

Arranqué en cancha de 11 en el Flamingo Park de Miami Beach. Me paré de 5, taura, chamuyero y camiseteador en los corners.





Al poco tiempo estaba como DT del equipo femenino, donde fracasé en mi intento de imponer el 4-3-1-2 Menottiano tirando el achique, lo que llamamos “la nuestra.” Acá asocian el deporte (en este caso el fútbol) con el esfuerzo físico y el juego limpio. Nosotros tenemos en el ADN grabadas a fuego dos instrucciones: 1) que corra la pelota no el jugador 2) trampa es solamente si te ve el árbitro.
Un abismo antropológico insalvable.

Después pasé a Key Biscayne con una barra de argentinos.
Ya el aura se empezaba a diluir: entre gitanos no nos leemos la suerte. También asomaba el fantasma del deterioro físico, los inevitables efectos de la edad. Algún que otro fútbol 5 con amigos, el nunca desentramado misterio del fútbol-playa, propiedad exclusiva de los brasucas que juegan de aire y a un toque, poco más.
Finalmente, una rutina semanal con gente del trabajo: todos los martes a las 8.

Pasaron meses. Años. Un elenco estable de muchachos con algún que otro aditamento rutilante de ocasión, pero más o menos los mismos siempre. Se había aburguesado la nostalgia, ya no me brotaba por los poros la salvaje adrenalina de potrero, ya no vendía humo pisándola y levantando la cabeza saliendo del área.

No solamente estaba más viejo, también estaba más gringo.




Cada regreso a casa al cabo del partido avizoraba un poquito más el desenlace. Ventanillas y medias bajas, timbos desatados, el bolso abierto, las vendas asomando. Olor a aceite verde. Pedacitos de identidad que me iban diciendo “mirá Juan, tenés que entender que esto no es para siempre.”

Hasta que una tarde todo se precipitó. Fue en en la cancha 1 de Brickell Rooftop. La despedida de Danilo que se mudaba a NY. Para esta época ya me paraba un metro atrás de mitad de cancha como un Godfather del mediocampo, tocando para el costado, marcando el pase, esperando los rebotes, ordenando. Era lo que quedaba después de tantos años.

Y fue entonces que me quedó esa bola chanchita de sobrepique. Un poco volcado sobre la derecha todavía en campo nuestro. En una milésima de segundo entró toda una vida de futbol. 41 años que incluían 3 finales del mundo (faltaba una), miles de picados con amigos y no tan amigos, copas del Rojo, posters autografiados, ahorrar para los botines, los caballos de la montada, mi abuelo enseñándome a pegarle con comba, ir a la cancha de Tigre en bici, las figuritas, ese universo tierno y patético a la vez que había estado conmigo toda la vida como un ángel de la guarda.





Lo vi a Alex desmarcado en la punta izquierda y antes de que el sobrepique terminara, relajé todos los músculos del cuerpo. Extendí el brazo izquierdo hacia el costado con el índice, el mayor y el anular apuntando al cielo y recosté el peso sobre la pierna izquierda, apenas flexionada. La cabeza de costado, floja, como las imágenes implorantes de los santos. La punta de la lengua afuera, atrapada entre los labios, los ojos bien abiertos. Tiré una caricia de derecha y le entré tres dedos. Casi como una exhalación. Como una profecía que finalmente se cumplía. Timbo con pelota, cuero con cuero. Partió el pase como parte un barco que nunca regresará. Se fue la bola, girando sobre su eje y dibujando la excelsa parábola de la folha seca. Las caras de sorpresa de propios y extraños poniéndole un marco épico y ridículo a la vez.

Chau pelota, andá nomás. Gracias por todo. Te dejo ir. Y allá fueron los años, los momentos vividos. Volando por el cielo de Brickell fueron la Pulpo, la Pintier, la Tango, la Azteca, la Etrusco, todas. Cimbreante, magnética, infalible, la vi alejarse al mismo tiempo que yo volvía de ese último gesto técnico y ponía manos en jarra para siempre.




Bajó mansita a cruzarse en el pique de Alex, en un guiño de complicidad, marcando el epílogo más dulce y triste para una historia de amor eterno. Era el adiós.

Tomá Alex, te dejo toda una vida picando frente al arco.
Hacelo Alex, por favor. Hacelo.


Que yo ya no juego más.