viernes, 18 de noviembre de 2011

Don Caprio. Capítulo 3.

CONTINUACIÓN DEL CAPÍTULO ANTERIOR.

Elegí al psicólogo por las razones obvias: primero, figuraba en la cartilla de mi cobertura médica. Segundo, quedaba cerca de mi casa. Apenas lo vi me di cuenta de que era un error estar ahí. Que tal como siempre pensé y pienso, la terapia únicamente le sirve a los putos, a las minas y los progres. Me recibió con una baranda a incienso terrible y un par de botines de gamuza con suela de goma crepe que daban ganas de cagarlo a trompadas. En su consultorio/casa abundaban las artesanías rupestres, inequívoco indicio de alguna "reveladora" visita al altiplano. Al iniciar la sesión, puso un cd con una música onda new age. Por primera vez sentí la imperiosa necesidad de tener conmigo la Browning de Don Caprio.

Las reuniones preliminares fueron frente a frente en el escritorio, etapa llamada "psicodiagnóstico". Luego pasé al diván, lo cual representó un gran alivio porque de esa manera no tenía que fumarme su aliento a cadáver de guanaco.
Al cabo de varios meses, en los que según las palabras del mequetrefe me encontraba en "estado de psicosis inducida", decidí preguntarle si en algún momento iba a experimentar una mejoría en mi estado de ánimo, que estaba realmente por el piso. Me contestó con una serie de pajerías indescifrables, que iniciaba siempre con la misma frase pelotuda: "a ver". ¿A ver qué, pedazo de forro? La cosa no avanzaba y además resultaba muy cara.

Viajé a Rio de Janeiro con mis amigos y me curé. Me curó una chica que conocí en una "boite para turistas desacompanhados".
Me dijo "estás triste, ya se te va a pasar. Mientras tanto hacé cosas que te gusten, así vas a volver a sonreír. Cada vez que sonrías vas a espantar un poco a la tristeza. Nunca se va a ir, pero vos podés mostrarle que no te afecta. Matala con la indiferencia. No te olvides que la tristeza es mujer".
Parece una pelotudez, pero funciónó. Bah, en realidad cualquier cosa que te digan en Rio de Janeiro funciona. Esa ciudad tiene propiedades sanadoras. Hablan de ir a la India a meterse al Ganges. Las pelotas. Mi lugar sanador es el Posto 6 de Copacabana.
Como dice la canción de Roberto Menescal, "meu Rio da mulher beleza, acaba num instante com cualquier tristeza". Aprendí a ver la vida como un carioca: la tristeza siempre está, pero en vez de traducirla en tango la traducimos en bossa nova. En vez de patear fuerte al cuerpo del arquero tiramos una emboquillada como Romario. Si es gol es un golazo y si no es gol es linda la jugada.
Volví y le dije al psicólogo que no iba a ir más. Y se lo dije sonriendo, como para no dejar dudas.


Varios meses después me encontraba tratando de hacer la plancha emocional, siguiendo el consejo de la carioca pero obviamente con los altibajos del caso y de la edad. De la nada, recibo un llamado de mi ex, contactándome desde su nueva y maravillosa vida. Necesitaba el teléfono de Don Caprio para hacerle el pasaporte a un cliente de la empresa en la que trabajaba. Le recordé que Don Caprio no permitía que se diera su número telefónico. Ella, con el fastidio de tener que revisitar un momento de su anterior vida, soltó un "ah, cierto. Bueno, por favor decile que me llame. Chau".

CONTINUARÁ

jueves, 10 de noviembre de 2011

Don Caprio. Capítulo 2.

CONTINUACIÓN DEL CAPÍTULO ANTERIOR.

Me reí, teniendo cuidado de no sonar burlón. Don Caprio se subió a mi carcajada dando por sentado que estábamos riéndonos del calzón cagado del boletero del cine.

Le dije que no sabía tirar. Bah, que en realidad nunca en mi vida había tirado. Entonces me explicó que eso era lo de menos. "Juancito, saber usar un arma no es lo mismo que saber disparar. Saber usar un arma es lograr que surta el efecto deseado sin tener que apretar el gatillo. Gastás balas, que son caras, y además te comés un garrón seguro."

Claro Don Caprio. Claro. Usar el arma no es lo mismo que usar las balas. Miré al mozo haciéndome el pelotudo y le pedí la cuenta, mientras asimilaba esa gran lección de vida. Don Caprio miró su cuaderno espiralado Norte con tapa dura, lleno de anotaciones en birome de distintos colores (él llevaba 4 Bics en el bolsillo) y me dijo "yo voy los martes a las 2 a tirar con unos amigos al Tiro Federal, llamame y te venís, son muchachos macanudos".

Tiré varias veces con la Browning. "Aflojá los hombros querido" ¡PUM!, "flexionando un poquito las rodillas Juancito" ¡PUM!, "Juaaancito carajo, cuando soltás el aire tirá" ¡PUM! Los muchachos macanudos eran macanudos en serio. Fui varias veces, casi siempre terminábamos tomando café en la confitería del Águila. Aprendí mucho de fierros. "Antes teníamos la Ballester Molina, que es la versión calcada de la Colt 1911, pero con el asunto de los derechos humanos la prohibieron porque el calibre 45 es considerado arma de guerra", me explicaba melancólico uno de ellos. Los muchachos macanudos andaban en bondi, con carterita de mano, mocasines y jeans berretas. Algunos tenían changas de custodios, otros de choferes, uno era sereno de un banco.

Don Caprio siempre llevaba el fierro y los papeles para hacerme la tenencia y portación, pero como yo no me decidía, se volvía a llevar todo con él. Pero siempre hablaba de la Browning como "la pistola de Juancito". Un día dejé de ir al tiro, después dejé de tener trámites y la verdad es que se me pasó un poco el entusiasmo de la novedad. Don Caprio y yo no hablamos por dos años. En eso, me surgió un viaje al exterior con quien por entonces era mi novia. Resultó que no tenía el pasaporte al día y obviamente lo llamé a Don Caprio. "Juaaaancito carajo, ¿en qué te puedo ayudar?" Hicimos el pasaporte de esta chica como por un tubo. Rápido, fácil, sin dramas, sin preguntas. Entre el llamado y el pasaporte impreso y calentito pasaron menos de 10 días. Volví al bar de los ratis un par de veces durante ese tiempo. Era verano, cerca de las fiestas, entonces el "toma algo caliente, querido", cambió por un "tomate algo fresco que hace calor". Don Caprio no tomaba alcohol casi, le gustaba la Seven Up. A mí las gaseosas me gustan cuando las sirven en un bar como ese. En vaso largo sobre una servilletita de papel blanca con borde celeste. Cuando te la abren con esos destapadores con forma de botella y te la traen con una hielera de hojalata con la pincita enganchada en el borde. Cuando te preguntan si le querés agregar un chorrito de Campari o de ginebra. La Seven Up con ginebra es un golazo.

Le regalé una campera de cuero que había comprado muy barata en Los Angeles, de las de estilo motoquero. Don Caprio decía que le recordaba a las que usaban los custodios de Perón. Era flaquito y chiquito Don Caprio. La campera le quedaba un poco graciosa. Pero él estaba muy contento. Viajé con esta chica, volvimos y a los meses nos separamos por decisión de ella. Yo quedé muy triste y bastante desorientado. Le había puesto muchas fichas. Para hacer una figura futbolística, había puesto 5 delanteros y 2 defensores. Y me liquidaron de contra. El trance me lanzó al psicólogo, en una experiencia que resultó tan cara como inconducente.

CONTINUARÁ.

jueves, 3 de noviembre de 2011

Don Caprio. Capítulo 1.

A pedido del público voy a contar la historia de Don Caprio.

Corría el año 98. Yo planeaba irme de viaje y tenía que renovar el pasaporte. Mi amigo Norbi me pasa el dato de un señor que podía ayudarme, pero en vez de darme su teléfono me dio el de otra persona, con la instrucción de decir simplemente "hablo de parte de la señora Jacqueline de Dapsa". Sonaba misterioso el tema, pero mi amigo Norbi es un tipo sano y derecho, así que llamé sin mucho preámbulo. Efectivamente, una vez mencionada la contraseña, me tomaron el número de teléfono y me dijeron que me iban a llamar. Un par de horas más tarde, sonó mi Motorola Micro TAC. Atendí y del otro lado de la línea escuché: "Buenas tardes, soy Caprio, me dijeron que usted necesita hablar conmigo".

A los pocos días me encontré con él en un antiguo bar cercano al edificio de la Policía Federal ubicado en la calle Virrey Cevallos. Bar de luz ahumada, de olor a café, a licor y a manteca, de fórmica berreta, de cortado en vaso Durax y azúcar en terrones, de sánguches de crudo y queso sin corteza y con manteca. De vino con soda y hielo. Bar de teles prendidas con Crónica TV porque pasan la quiniela y los burros. De vitrina espejada con botellas de Hesperidina, de Legui, de Old Smuggler, de Grappa Valleviejo, de Ocho Hermanos. Bar de Ballester Molinas arriba de la mesa. No era un bar de estudiantes, no era un bar de oficinistas, ni un bar de levante, ni un bar de trampa, ni un bar de guachines que toman birra de litro y escuchan cumbia. Era un bar de ratis. Donde se habla bajito y no hay música. Se entra de a uno y siempre hay alguien esperando en la barra. Ratis. De alma. Ni vigilantes, ni buchones, ni fanáticos. Ratis.

Eran como las 8 de la mañana. Entré y lo reconocí de inmediato, parado junto a la barra, fumando Le Mans y leyendo el diario. Me miró y no dijo nada, pero en esa mirada mutua los dos supimos inmediatamente quienes éramos. Me acuerdo que hacía frío y lo primero que me dijo, doblando el diario meticulosamente a la mitad y señalando una mesa con el mentón fue "querido, sentate y tomá algo caliente".

Me ayudó con los pasaportes con una presteza y una economía de palabras extraordinarias. "Seguime querido", "firmá acá querido", hasta que el "querido" se transformó para siempre en "Juancito", que a veces, especialmente al atenderme el teléfono o al verme nuevamente, pasaba a ser un "Juaaancito, carajo".

Con el tiempo, me ayudó con otros trámites y yo le agradecí remiténdole clientes. Un día fui a verlo al bar para buscar unos papeles para mi madre y nos pusimos a hablar de bueyes perdidos. Se hizo un silencio. Don Caprio me miró fijo con una enorme ternura. Recuerdo que me sentí un poco incómodo, que me dio algo de pena el viejo. Miró hacia la ventana y entreabrió la boca. Me volvió a mirar con la boca entreabierta, como a punto de decir algo. Se mantuvo así unos segundos hasta que me dijo: "Juancito, vos tenés que andar calzado", y me extendió una Browning 9mm, sosteniéndola por el caño. "Es mía, registrada a personal policial. Hacemos los papeles y te la regalo." Yo apenas atiné a agarrar la pistola por el mango y colocarla encima de la mesa. Antes de articular palabra alguna, Don Caprio me dijo "Juancito, imaginate. Llegás con tu señora al cine, una película de mucho éxito, cartelito de no hay más localidades. Juaaancitoo... te acercás a la boletería y preguntás ¿hay entradas?". Al hacerlo, abrió levemente su campera, dejando entrever la sobaquera en la que él llevaba su propia arma. "Juaaaancito caraaaajo... ¿sabés
qué rápido aparecen las entradas..."

CONTINUARÁ.