miércoles, 13 de julio de 2011

El fútbol es así.

En algunos países que no tienen una fuerte tradición futbolera, no está mal visto ser hincha de otra selección o admirar a jugadores extranjeros. En Argentina ni en pedo. Ser argentino te condiciona a la hora de admirar futbolistas de otros países. Ni hablar de ponerte la camiseta de otra selección. Puede ser que aparezca algún futbolista medio interesante en Dinamarca, en Túnez o en Corea del Sur y que digamos “qué bueno es fulano de tal” o inclusive que lo destaquemos por encima de nuestros propios jugadores. Claro, esos países no son enemigos. Es que en el fútbol existen 3 categorías de contrincantes: oponentes, rivales y enemigos.
Y nuestros enemigos son Inglaterra y Brasil. Podemos admirar en silencio a un inglés o a un brasilero. Pero no enamorarnos de su juego. Mucho menos pensar que es mejor que los nuestros. Es una traición futbolera.
Pero cada tanto resulta que aparece algún jugador que excede cualquier nacionalidad y que derriba las sanguíneas fronteras del fanatismo seminal. En mi caso existe uno solo: Romario.

Le seguí la carrera desde que arrancó en Vasco da Gama y toda mi vida lo consideré mucho más que un simple delantero. Romario es un fundamentalista del placer. Todos sus goles son obras de arte de la humillación. Fue y vino a Europa varias veces, incapaz de alejarse de su Rio de Janeiro natal, donde vive descalzo y en sunga por las playas de Barra de Tijuca. Chupa. Se acuesta tarde. Sale con minas. Le gusta disfrutar. Y regaló goles y belleza al mundo jugando con alegría y un enorme sentido estético.
Su ladero en los años dorados de selección brasilera fue José Roberto Gama de Oliveira, más conocido como Bebeto. Delantero escurridizo, flaquito y habilidoso, de sonrisa franca y pegada precisa.

Todos los martes juego un picado. Somos un grupo de 5 o 6 amigos que tratamos de juntar gente para un 6 contra 6. Cada martes estamos “los que somos” más algún que otro invitado ocasional para completar la docena. Hace algunos martes, uno de mis amigos trajo a un flaco brasilero llamado Sergio Manoel, a la sazón ex-futbolista de mediocre trayectoria en los 90. Pero ex-futbolista al fin. Yo lo reconocí porque durante una breve temporada vino a jugar a Independiente, de donde fue eyectado de un shot en el orto cuando al ver una foto del Bocha preguntó quién era. En fin. Terminado el partido, me acerqué a saludarlo y a mentirle piadosamente diciéndole que yo era uno de los pocos hinchas del Rojo que no lo había puteado en su paso por el club. Me agradeció, charlamos un poco de la Copa América, del calor de Miami y de otros bueyes perdidos. Cuando se iba le dije a mi amigo quién era este tal Sergio Manoel. Mi amigo me dijo “ya sé quién es. Está de vacaciones acá en Miami con su familia. Está con Bebeto, que iba a venir a jugar pero no pudo porque la mujer se lo llevó de shopping.”

Tuve sensaciones encontradas. Por un lado pensé “menos mal que no vino y no jugó en contra nuestra”. Por otro lado pensé “lástima, hubiera tenido la oportunidad de conocer a un campeón del mundo.”

Pero lo que realmente sentí, lo que más tristeza me dio, fue saber que esa tarde, yo podría haber sido Romario.