miércoles, 28 de julio de 2010

Bares y afines.

Conocí a Gustavo en el año 1998. Era cantinero en Tancat, un restaurant español del centro de Buenos Aires. Solíamos ir ahí con mi amigo Matt a la salida del trabajo, a tomarnos nuestros primeros whiskies en serio. Al poco tiempo Gustavo se puso un pequeño restaurant a tres o cuatro cuadras de Tancat, al que llamó La Sal. Por alguna razón lo seguimos. Buenos años aquellos para tener 25. Había trabajo, se ganaba bien y por sobre todas las cosas, era muy común y muy fácil viajar. Que sin duda alguna es la actividad más edificante y maravillosa que puede emprender un ser humano.

Íbamos casi todos los días a La Sal y coincidíamos con parroquianos que nos doblaban la edad, con los cuales conseguíamos tener conversaciones profundas sobre la vida que jamás hubiéramos tenido (ni tuvimos) con nuestros padres. Eran charlas de un papá de otro hijo con un hijo de otro papá. Sin carga emotiva. Neutras, pero llenas de significado. Fue ahí que dejamos de ser el reflejo de nuestros padres para tener criterio propio. En aquellas charlas en el restaurant de Gustavo nos hicimos hombres. Solíamos quedarnos a cenar, Gustavo tenía un cocinero catalán que era extraordinario. Con él aprendimos a comer, desarrollamos el gusto. Fue un lugar clave en un momento crucial de nuestras vidas, previo a la diáspora. Al poco tiempo Matt se radicó en Inglaterra, yo me mudé a Miami y Gustavo cerró La Sal para irse al sur.

En posts anteriores manifiesto mi esceptiscimo respecto al reverdecer de amistades gracias a las redes sociales, pero es inevitable resistirse a su avance. Aún sostengo que si uno deja de frecuentar a alguien es porque no hay motivos para mantener el contacto y suscribo esta afirmación sabiendo que, aunque nos hayamos encontrado en Facebook, lo más seguro es que en la reputa vida vuelva a verlo a Gustavo. Y no por el hecho de que él ahora viva en Madrid ni porque estemos enojados o porque vaya a evitar encontrármelo, sino porque no nos vemos hace diez años y nuestras vidas siguieron, cambiaron, somos personas distinas a las que se conocieron entre sí. El tiempo y las vivencias nos convierten en otros. Al menos eso pensaba hasta hoy cuando abrí el mensaje de Gustavo que decía "¿Eeeeeeeehhhhhh... Juancho !!!! Yo sigo esperándote/los en la barra a tomar unos vinetessss y picar algún pecado cuasi capital, humildemente...! Con tu postura de pseudo mala leche al que se le escapa la ternura del amigo fiel ni bien estudia el campo... "

"Con tu postura de pseudo mala leche al que se le escapa la ternura del amigo fiel ni bien estudia el campo... "

Acabo de darme cuenta de que siempre fui el mismo.

lunes, 5 de julio de 2010

Por fin termina.

Algo cambió a partir de Sudáfrica 2010. En mi opinión, el mundial más decadente de la historia. El denominador común fue la indisimulable defección de todos los que llegaron como grandes figuras. Rooney, Ronaldo, Messi y Kaká pasaron sin pena ni gloria por los estadios africanos. Vengo pronosticando la desaparición del mundial como hecho deportivo, porque cada vez más los jugadores son de los clubes. Jugar por sus selecciones les provoca fastidio. No ganan dinero, se exponen a lesionarse, pierden sus vacaciones, enfrentan a sus verdaderos compañeros (como le pasó a Demichelis con Klose) y si no salen campeones del mundo son un fracaso. Demasiado poco atractivo ofrece el mundial a quienes son su sostén primordial. Fíjense cómo jugaron Verón y Messi la final intercontinental de 2009 entre Estudiantes de La Plata y Barcelona y compárenlos con su versión celeste y blanca. A los jugadores no les interesa el mundial. Punto y aparte.

Por otro lado, el mundial es uno de los hechos globales que despierta más xenofobia. Las redes sociales han sido vehículo transmisor de innumerables expresiones racistas, de desprecio y de burla. Facebook ha puesto de manifiesto el profundo odio soterrado que subyace en la gran mayoría de nosotros. La mentada unión latinoamericana obviamente no es tal, todos hinchan por el europeo de turno. No es ya la clásica rivalidad entre Argentina y Brasil. Mexicanos, chilenos, paraguayos, hasta los colombianos que ni siquiera clasificaron, volcaron su intolerancia y su deseo de fracaso al vecino como nunca antes. Los mismos que reclaman a viva voz los derechos de los aborígenes justificaron su simpatía por alguna escuadra del viejo continente argumentando que "mi abuelo era alemán".

Se deshilacha el mundial como hecho positivo. 4 años es demasiado tiempo en la era de la comunicación en tiempo real. Representar al país en una justa deportiva es algo demodé, vacío de significado. La Champions League, la Liga Española, la Serie A italiana y la Premier League, sustentan largamente el negocio televisivo y ofrecen la mejor versión del juego más lindo del mundo.

El mundial es una mierda.