jueves, 3 de noviembre de 2011

Don Caprio. Capítulo 1.

A pedido del público voy a contar la historia de Don Caprio.

Corría el año 98. Yo planeaba irme de viaje y tenía que renovar el pasaporte. Mi amigo Norbi me pasa el dato de un señor que podía ayudarme, pero en vez de darme su teléfono me dio el de otra persona, con la instrucción de decir simplemente "hablo de parte de la señora Jacqueline de Dapsa". Sonaba misterioso el tema, pero mi amigo Norbi es un tipo sano y derecho, así que llamé sin mucho preámbulo. Efectivamente, una vez mencionada la contraseña, me tomaron el número de teléfono y me dijeron que me iban a llamar. Un par de horas más tarde, sonó mi Motorola Micro TAC. Atendí y del otro lado de la línea escuché: "Buenas tardes, soy Caprio, me dijeron que usted necesita hablar conmigo".

A los pocos días me encontré con él en un antiguo bar cercano al edificio de la Policía Federal ubicado en la calle Virrey Cevallos. Bar de luz ahumada, de olor a café, a licor y a manteca, de fórmica berreta, de cortado en vaso Durax y azúcar en terrones, de sánguches de crudo y queso sin corteza y con manteca. De vino con soda y hielo. Bar de teles prendidas con Crónica TV porque pasan la quiniela y los burros. De vitrina espejada con botellas de Hesperidina, de Legui, de Old Smuggler, de Grappa Valleviejo, de Ocho Hermanos. Bar de Ballester Molinas arriba de la mesa. No era un bar de estudiantes, no era un bar de oficinistas, ni un bar de levante, ni un bar de trampa, ni un bar de guachines que toman birra de litro y escuchan cumbia. Era un bar de ratis. Donde se habla bajito y no hay música. Se entra de a uno y siempre hay alguien esperando en la barra. Ratis. De alma. Ni vigilantes, ni buchones, ni fanáticos. Ratis.

Eran como las 8 de la mañana. Entré y lo reconocí de inmediato, parado junto a la barra, fumando Le Mans y leyendo el diario. Me miró y no dijo nada, pero en esa mirada mutua los dos supimos inmediatamente quienes éramos. Me acuerdo que hacía frío y lo primero que me dijo, doblando el diario meticulosamente a la mitad y señalando una mesa con el mentón fue "querido, sentate y tomá algo caliente".

Me ayudó con los pasaportes con una presteza y una economía de palabras extraordinarias. "Seguime querido", "firmá acá querido", hasta que el "querido" se transformó para siempre en "Juancito", que a veces, especialmente al atenderme el teléfono o al verme nuevamente, pasaba a ser un "Juaaancito, carajo".

Con el tiempo, me ayudó con otros trámites y yo le agradecí remiténdole clientes. Un día fui a verlo al bar para buscar unos papeles para mi madre y nos pusimos a hablar de bueyes perdidos. Se hizo un silencio. Don Caprio me miró fijo con una enorme ternura. Recuerdo que me sentí un poco incómodo, que me dio algo de pena el viejo. Miró hacia la ventana y entreabrió la boca. Me volvió a mirar con la boca entreabierta, como a punto de decir algo. Se mantuvo así unos segundos hasta que me dijo: "Juancito, vos tenés que andar calzado", y me extendió una Browning 9mm, sosteniéndola por el caño. "Es mía, registrada a personal policial. Hacemos los papeles y te la regalo." Yo apenas atiné a agarrar la pistola por el mango y colocarla encima de la mesa. Antes de articular palabra alguna, Don Caprio me dijo "Juancito, imaginate. Llegás con tu señora al cine, una película de mucho éxito, cartelito de no hay más localidades. Juaaancitoo... te acercás a la boletería y preguntás ¿hay entradas?". Al hacerlo, abrió levemente su campera, dejando entrever la sobaquera en la que él llevaba su propia arma. "Juaaaancito caraaaajo... ¿sabés
qué rápido aparecen las entradas..."

CONTINUARÁ.

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