jueves, 2 de abril de 2009

La leyenda del macho argento.

Marcia y otras amigas compatriotas reaccionaron airadas ante el post "La fábula de la mujer argentina", en un alarde de otra de sus características atávicas: la impaciencia. Queridas chicas, este post es para ustedes.

La leyenda del macho argentino, que tuvo su pináculo en los años 70, cuando Carlos Monzón y Guillermo Vilas conquistaron París y Mónaco respectivamente, ha concluido. Los hombres argentinos de hoy han logrado desligarse de su herencia hormonal y nacional. Jamás podrían putear como Federico Luppi, cantar como Julio Sosa o morir como Ringo. Nunca osarían tener dos casas como casi todos nuestros abuelos. No están calientes con una mina, les "pasan cosas". No hablan con el barman que les sirve whisky (si es que toman). Van al psicólogo a "resolver" temas. No embarazan a sus mujeres. Suelen proclamar a los cuatro vientos cuando esperan un hijo que "estamos embarazados", en un alarde de frustrada maternidad. Dan explicaciones por todo. Por la plata, por el olor de su ropa y por su paradero. No tienen relación con los juegos de azar, a no ser que sea porque es "divertido" jugar al Loto. No saben las letras de los tangos, su única relación con esta música depende de que sus mujeres decidan inscribirse en una escuela de baile. No son capaces de juzgar categóricamente nada. Una película insufrible es "interesante", una comida mala es "novedosa" y un imbécil es una persona "especial". Toman agua mineral en botellita chiquita sosteniendo la tapita con la otra mano. Desdeñan las fragancias históricamente varoniles en favor de frutales y ambiguos aquelarres olfativos. Jamás pagarían por sexo, mucho menos tendrían amantes porque no se quieren "confundir". Cultivan la amistad con la mujer, hacen yoga y duermen la siesta. 

Esto sucedió hace 30 años en una parrilla de Mar del Plata ya desaparecida llamada "Mustang". Yo tendría 7 años. Caminando por el estacionamiento con mi viejo hacia el restaurant, vi bajar del asiento del acompañante de un auto deportivo a una rubia infernal, y del asiento del conductor a un tipo feísimo y con la cara lastimada, vistiendo un traje gris clarito, con una camisa abierta casi hasta el ombligo. Recuerdo que saludó a mi papá, recuerdo que se reía fuerte, recuerdo que le dio una palmadita en el culo a la rubia, recuerdo que tenía un anillo dorado en el meñique y también que, cuando mi papá le dijo "este es mi hijo Juan", amagó tirarme un piñazo y me sacó la lengua. A mi corta edad, eso fue una avalancha de sexo, sangre, violencia y testosterona. Era Víctor Emilio Galíndez, campeón mundial de boxeo, que acababa de recuperar la corona ante Mike Rossman. Yo crecí con ejemplos como este, entiendo que eso es un "nene" y que las que se peinan mucho y se maquillan y lloran son las "nenas". Tal vez para los parámetros actuales mi pensamiento se asemeje al de un Neanderthal. Eso sí, varoncito. 

Muchachos, déjense de hinchar las pelotas. Devuélvanle la crema de párpados a su novia. Menos Clinique y más Cynar. Si no, no tenemos derecho al pataleo.

1 comentario:

  1. Ya que estás contanos entonces cómo son los varones y las nenas de por allá.

    "Menos Clinique y más Cynar" jajajaja

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