jueves, 19 de noviembre de 2009

Cómo lo arreglaría yo.

En Argentina hay pena de muerte. Instaurada por la delincuencia, que mata. Todos estamos condenados a muerte y el cumplimiento efectivo de la sentencia depende del orto que tengamos, del semáforo en que paremos, del cajero automático al que entremos. Nuestros verdugos no son aquellos finos malandras de antaño, expertos en abrir cajas fuertes y en escabullirse de la persecución policial, ni tampoco los célebres rochos de los ochenta y noventa, como la Garza Sosa o el Gordo Valor. No. Son los hijos de la democracia mal entendida, el fruto de tantos años de clientelismo, subsidios a la pobreza y planes sociales. Rebote indeseado de siestas marginales, desprolijidad demográfica, irresponsabilidad genital. Ya está, no se puede volver atrás y reeducar a quienes los engendraron. Pero sí se les puede marcar la cancha. Es muy tarde para intentar que entiendan la diferencia entre lo que está mal y lo que está bien. Su infancia sin leche y con pasta base les limó el cerebro. Te matan, te pegan un tiro. Se los digo a los que leen esto y creen que yo soy un monstruo, TE MATAN. La sociedad argentina está compuesta en su gran mayoría por gente que trabaja o intenta trabajar, que no roba, no mata y paga (como puede) sus impuestos. Gente que vota, gente que pierde sus ahorros en el corralito, gente que aguanta. Somos más los buenos, de eso no hay duda. Por eso creo que la solución es aplicar la pena de muerte a los delitos de secuestro, violación y homicidio. Porque al ser mayoría los buenos, todo se reduce a una regla de tres simple.

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