Hay una gran mayoría de niños de origen hispano con facciones de adulto en miniatura. He reparado en este detalle últimamente. Me he cruzado con cada criatura que uno no sabe si es un experimento de Josef Mengele o se trata de un pigmeo de 45 años. A algunos sólo les falta el bigote. No sé si por cómo les cortan el pelo, o por la ropa, pero la realidad es que prolifera una raza de infantes truculentos, sin el más mínimo atisbo de candidez en la mirada o ternura en sus movimientos. Emergen de entre las góndolas del supermercado o corretean por los estacionamientos. Merodean por la playa o los parques, mientras devoran alguna basura transgénica en packaging colorido. Trozos de pollo frito en aceite hidrogenado, papas fritas de bolsa embadurnadas en algún queso de dudosa factura, todo empujado por la infaltable gaseosa servida en un vaso del tamaño de una cabina telefónica. Observando la escena, sus hermanos adolescentes, con un pantalonazo a medio camino entre la cintura y el final del culo, la cabeza con forma de coliflor, una barbeta seborreica y los ojos entrecerrados como un cordero lechal en vísperas de alguna fiesta de guardar. Regocijados ante la presencia de su prole, dos treintañeros con obesidad mórbida se pavonean con orgullo de padres. Allá sentado, a lo lejos en todo sentido, una suerte de momia inexpugnable con sombrero de paja espera su muerte más temprano que tarde.
Entiendo que la curva del ciclo vital del ser humano acaso haya variado. Antes uno era niño, adolescente, adulto y viejo. Ahora es troll, imbécil, gordo de mierda y fósil.
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