En el año 2004 fui a un concierto de Tony Bennett en el Lincoln Center, en Manhattan. Tremendo show en el que Tony, acompañado por el Ralph Sharon Trio, hizo gala de su simpatía y de su gran talento. Hasta se animó a una versión a capella y sin micrófono de "Fly me to the moon". Una vez finalizado el show, en un estado de absoluta catatonia musical, fui a cenar a un mítico restaurant neoyorquino llamado "Patsy's", meca de los italoamericanos desde los años '40. En sus paredes cuelgan fotos de muchos de ellos, retratados mientras degustaban alguno de sus platos. El famoso beisbolista Joe Di Maggio, los grandes campeones Rocky Marciano y Jake LaMotta, obviamente Frank Sinatra y hasta algunos de los recordados padrinos de las cinco familias de la mafia de NY, como Carlo Gambino y Gaetano "Tommy" Lucchese. En fin. Allí estaba, pronto a entrarle a una mozzarella en carroza (como la que comen padre e hijo en "Ladri di biciclette") cuando veo que al restaurant entra nada menos ni nada más el mismísimo Tony con su hija Antonia, que había cantado un par de canciones en el recital. No había salido de mi sorpresa inicial, cuando veo que encaran para el sector donde estaba yo. Tony dio dos o tres pasos de su típico caminar ítalo-canchero, y me clavó la vista. Fue un segundo en el que sentí que me abrazaba con toda la cultura popular de occidente. No sé de dónde saqué un ápice de reacción y, sosteniéndole la mirada, levanté mi copa de Chianti. El bueno de Tony sonrió y me hizo un ademán con la cabeza.
Esa fue la noche en que brindé con Tony Bennett.
Un par de años más tarde acá en Miami conocí de manera casual a un barbero llamado Giuseppe. Digo de manera casual porque no llegué a él a través de su oficio, sino que fue mediante su hijo Franco, que era guía de pesca de un amigo. Una noche Franco nos invitó a cenar a la casa y ahí trabé amistad con Giuseppe. Al percibir que había encontrado en mí atentos oídos para sus historias, me contó sus peripecias juveniles en el suburbio neoyorquino de Astoria, donde, según él, era compañero de andanzas de un tal Antonio Domenico Benedetto. Sí, Tony.
No desmentí su historia porque sonaba tan perfecta y maravillosa que certificarla a través del insípido filtro de la verosimilitud hubiera sido de una mediocridad apabullante. Al poco tiempo comencé a ir a afeitarme a su barbería con cierta regularidad. Una mañana de sábado, Giuseppe me dice que Tony lo había llamado para su cumpleaños. No había alcanzado a esbozar una complaciente sonrisa piadosa y Giuseppe ya me había puesto su celular en la oreja. Escuche la inconfundible voz de su amigo saludándolo por su cumple número 83.
Esa fue la mañana en que hablé por teléfono con Tony Bennett.
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