domingo, 5 de julio de 2009
Humo.
El sábado a la mañana fui al sepelio de una chica amiga. La recuerdo vital, talentosa. Ha dejado como ofrenda dos espectaculares murales en las paredes de mi restaurant. Pude presenciar el momento exacto en que sus seres queridos perdieron para siempre el contacto físico con ella. Las últimas caricias al ataúd antes de ser deslizado por la cinta transportadora del crematorio. Al rato, la nada. El recuerdo intangible y eterno. En mi caso, los murales, un par de años de trabajo como mesera en Haiku, su simpatía y buena disposición. En el de otros, besos, distintos momentos de la vida compartidos, el sueño de sus padres de verla crecer. Todo terminó yéndose por una chimenea, subiendo hacia el frío cielo porteño de una mañana de julio. Me recordó que cada segundo de infelicidad que pasemos en este mundo, es sencillamente imperdonable. Que lo único que hace la diferencia, lo único que queda, es lo que marca el corazón. Cada vez que sienta que me olvido, voy a mirar los murales. Chau Mechi, gracias.
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