Según el diccionario de la Real Academia Española, mística significa “parte de la teoría espiritual y contemplativa y del conocimiento y dirección de los espíritus.” Suelo defender a capa y espada al idioma español y a su metro patrón, el diccionario. Pero en este caso debo reconocer que han errado el tiro de medio a medio con una definición tan vacía de significado como enrevesada en su sintaxis.
En fin, la idea de este post no era despotricar contra el señor García de la Concha y sus académicos, sino referirme a ese impulso mágico e invisible que envuelve a determinadas personas, lugares o situaciones.
La mística es el alimento de los héroes. Intangible combustible de epopeyas y causas imposibles. Surge de la relación entre logros, lugares, fechas y gente. Su aura se impregna caprichosamente, más en algunos y menos en otros.
A veces resulta difícil distinguirla de una lamentable y sempiterna testarudez que indefectiblemente redunda en fracasos que se ven venir a la legua y después son tristemente justificados en nombre del coraje o el tesón. Otras veces se confunde con ese mesianismo de café que arrastra a una intransigencia tan dañina como improductiva tanto para las personas como para los países. La mística es de los ganadores, siempre y bajo cualquier circunstancia. Pero lleva en sí misma un valor constructivo, una raíz positiva y de progreso que hace que lo que venga después sea mejor por consecuencia lógica. Mística es la confianza en que determinados pensamientos y acciones trascenderán su tiempo y alcanzarán a tocar la vida de quienes nos sucedan. Pero no para hacerlos presos de un dogma, sino para hacerlos libres.
En la Real Academia de este blog, mística es el inquebrantable ejercicio de la decencia.
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