Entre los 16 y los 28 jugué casi todos
los fines de semana al fútbol. Nunca la rompí, tampoco fui un desastre.
Delantero livianito del montón o en su defecto volante por derecha. En el pan y
queso jamás fui el primero pero tampoco recuerdo haber sido el ultimo. Ahí.
¿El punto más alto de mi carrera? un gol que le metí a Hebraica en la
cancha de Excursionistas, jugando para Centro Galicia. En offside.
Al mudarme a Estados Unidos, viví una
especie de reverdecer futbolero envalentonado por la nostalgia y,
particularmente, por el deplorable nivel de la mayoría, que provocó el
inevitable espejismo de que en realidad yo no era tan malo como creía. La chapa
de argento, un par de gritos, alguna pisada sapiente, la eterna boquilla
rioplatense, cosas que en los picados nuestros son moneda corriente, acá me
catapultaron a la condición de caudillo y dueño de la pelota.
Arranqué en cancha de 11 en el Flamingo
Park de Miami Beach. Me paré de 5, taura, chamuyero y camiseteador en los
corners.
Al poco tiempo estaba como DT del
equipo femenino, donde fracasé en mi intento de imponer el 4-3-1-2 Menottiano
tirando el achique, lo que llamamos “la nuestra.” Acá asocian el deporte (en
este caso el fútbol) con el esfuerzo físico y el juego limpio. Nosotros tenemos
en el ADN grabadas a fuego dos instrucciones: 1) que corra la pelota no el
jugador 2) trampa es solamente si te ve el árbitro.
Un abismo antropológico insalvable.
Después pasé a Key Biscayne con una
barra de argentinos.
Ya el aura se empezaba a diluir: entre
gitanos no nos leemos la suerte. También asomaba el fantasma del deterioro
físico, los inevitables efectos de la edad. Algún que otro fútbol 5 con amigos,
el nunca desentramado misterio del fútbol-playa, propiedad exclusiva de los
brasucas que juegan de aire y a un toque, poco más.
Finalmente, una rutina semanal con
gente del trabajo: todos los martes a las 8.
Pasaron meses. Años. Un elenco estable
de muchachos con algún que otro aditamento rutilante de ocasión, pero más o
menos los mismos siempre. Se había aburguesado la nostalgia, ya no me brotaba
por los poros la salvaje adrenalina de potrero, ya no vendía humo pisándola y
levantando la cabeza saliendo del área.
No solamente estaba más viejo, también
estaba más gringo.
Cada regreso a casa al cabo del partido
avizoraba un poquito más el desenlace. Ventanillas y medias bajas, timbos
desatados, el bolso abierto, las vendas asomando. Olor a aceite verde.
Pedacitos de identidad que me iban diciendo “mirá Juan, tenés que entender que
esto no es para siempre.”
Hasta que una tarde todo se precipitó.
Fue en en la cancha 1 de Brickell Rooftop. La despedida de Danilo que se mudaba
a NY. Para esta época ya me paraba un metro atrás de mitad de cancha como un
Godfather del mediocampo, tocando para el costado, marcando el pase, esperando
los rebotes, ordenando. Era lo que quedaba después de tantos años.
Y fue entonces que me quedó esa bola
chanchita de sobrepique. Un poco volcado sobre la derecha todavía en campo
nuestro. En una milésima de segundo entró toda una vida de futbol. 41 años que
incluían 3 finales del mundo (faltaba una), miles de picados con amigos y no
tan amigos, copas del Rojo, posters autografiados, ahorrar para los botines, los
caballos de la montada, mi abuelo enseñándome a pegarle con comba, ir a la
cancha de Tigre en bici, las figuritas, ese universo tierno y patético a la vez
que había estado conmigo toda la vida como un ángel de la guarda.
Lo vi a Alex desmarcado en la punta
izquierda y antes de que el sobrepique terminara, relajé todos los músculos del
cuerpo. Extendí el brazo izquierdo hacia el costado con el índice, el mayor y
el anular apuntando al cielo y recosté el peso sobre la pierna izquierda,
apenas flexionada. La cabeza de costado, floja, como las imágenes implorantes
de los santos. La punta de la lengua afuera, atrapada entre los labios, los
ojos bien abiertos. Tiré una caricia de derecha y le entré tres dedos. Casi
como una exhalación. Como una profecía que finalmente se cumplía. Timbo con
pelota, cuero con cuero. Partió el pase como parte un barco que nunca
regresará. Se fue la bola, girando sobre su eje y dibujando la excelsa parábola
de la folha seca. Las caras de sorpresa de propios y extraños poniéndole un
marco épico y ridículo a la vez.
Chau pelota, andá nomás. Gracias por
todo. Te dejo ir. Y allá fueron los años, los momentos vividos. Volando por el
cielo de Brickell fueron la Pulpo, la Pintier, la Tango, la Azteca, la Etrusco,
todas. Cimbreante, magnética, infalible, la vi alejarse al mismo tiempo que yo
volvía de ese último gesto técnico y ponía manos en jarra para siempre.
Bajó mansita a cruzarse en el pique de
Alex, en un guiño de complicidad, marcando el epílogo más dulce y triste para una
historia de amor eterno. Era el adiós.
Tomá Alex, te dejo toda una vida
picando frente al arco.
Hacelo Alex, por favor. Hacelo.
Que yo ya no juego más.